¿Qué pensaba Mary Shelley de la pena de muerte?

El concepto de la justicia, la culpabilidad y los remordimientos, atraviesan todos los conflictos de Frankenstein. 

Las injusticias sociales están presentes en toda la narración, con especial crueldad sobre los personajes femeninos: Safie no tiene derecho a elegir qué vida quiere llevar ni con quién; a Elizabeth se le niegan los derechos a la educación y a viajar de los que goza su primo; y Justine, aún formando parte de la familia como una hermana más, no puede aspirar a otra vida que no sea la de una criada. 

A lo largo del relato, tienen lugar cuatro juicios. Todos contra personajes a los que la narradora describe como inocentes. Pobres desgraciados, víctimas de un sistema injusto, de unos jueces que «prefieren que diez inocentes sean castigados antes que permitir que un culpable escape». La confianza de Mary Wollstonecraft Shelley en el sistema judicial no parece del todo positiva.

Justine ―nombre que viene de latín justus, es decir, "justo"― es acusada del asesinato de William, el hermano menor de los Frankenstein. La base de la acusación son simplemente «algunos hechos casuales que se confabularon contra ella». El testimonio de una mujer que asegura haberla visto no lejos del lugar donde posteriormente se encontró el cuerpo, su estado de alteración y nerviosismo, y la aparición en su ropa del retrato que el niño llevaba al cuello son pruebas suficientes. 

No solo es condenada a muerte, sino que los familiares con los que lleva conviviendo más de siete años la consideran igualmente culpable. Al no poder explicar de forma racional la posesión del colgante, Justine no tiene forma de defenderse. No importa que haya cuidado del niño como a un hijo. Estamos en la Ilustración, y la razón está por encima de todo, también de los buenos sentimientos.

«Cuando una criatura es asesinada, inmediatamente a otra se le arrebata la vida, con una lenta tortura, y luego los verdugos, con las manos aún teñidas de sangre inocente, creen que han llevado a cabo una gran acción. Lo llaman castigo justo… ¡qué espantosas palabras! Cuando se pronuncian esas palabras, ya sé que se van a infligir los peores castigos y los más horribles que el tirano más siniestro haya inventado jamás para saciar su inconcebible venganza»

Dice Elizabeth entre gritos. Resulta complejo no asociar estas palabras a la opinión que tendría la autora sobre la pena de muerte. 

El segundo juicio que se narra en la novela tiene lugar en París. Un mercader turco, por motivos que desconocemos, se granjea el odio de los gobernantes. Lo encarcelan, lo juzgan y es condenado a muerte. «La injusticia de aquella sentencia era de todo punto evidente». Las verdaderas razones de su condena no son un crimen, sino su religión y sus riquezas. El racismo y la intolerancia. Él corre mucha mejor suerte que Justine, y la noche antes de su ejecución escapa de la cárcel. 

La ayuda de Félix, un parisino comprometido con la causa, le resultó esencial para huir del país. Sin embargo, el turco peca del mismo crimen que sus perseguidores. Cuando descubre que su hija pretende casarse con él, un cristiano, traiciona a Félix y le entrega a las autoridades. 

Después de arrebatarles todos sus bienes, Félix, su padre, anciano y ciego, y su dulce hermana, son condenados al exilio perpetuo de su país natal. Un hombre no puede ganar en la lucha contra la injusticia, y es más conveniente resignarse. 

El cuarto juicio es contra el propio Víctor. Recién llegado a la costa irlandesa, es acusado del asesinato que su enemigo ha cometido contra su mejor amigo, Clerval. Aunque su coartada es intachable, su actitud alterada al ver el cuerpo ―como ya le había sucedido a Justine― es tomada como una prueba evidente de culpabilidad. Durante meses, todo el pueblo le considera culpable, y se preparan para verle colgado. 

Sin embargo, cuando la sesión judicial tiene lugar, Víctor es absuelto. Es el único personaje que sale airoso de un litigio. Al contrario que Justine, él puede probar su inocencia mediante hechos racionales, pese a que todos convendremos en que tiene muchísima más parte de culpa (aunque sea vicaria) en los hechos de la que tuvo ella. «Puede que sea inocente de asesinato, pero lo que es seguro es que tiene mala conciencia», exclama uno de los testigos en su contra. Víctor piensa lo mismo, y la culpabilidad le lleva a un estado febril constante. 

A diferencia de las hipertrofiadas versiones cinematográficas, en la novela la Criatura es un personaje de pensamiento elevado. Lee a los clásicos (Milton, Goethe, Plutarco...) y mantiene complejas discusiones con Víctor sobre su existencia.

Después de que Elizabeth muera, también debido a sus infernales maquinaciones, al monstruo al que él dio vida, Víctor solo encuentra consuelo en la idea de capturarle. Para ello, su primer instinto es acudir a los tribunales. Describe con todo detalle la historia de su Creación, el causante de los asesinatos de su familia. Pero el magistrado, incrédulo, no solo no le presta ninguna ayuda, sino que vaticina el fracaso de su empresa. De nuevo, la justicia se muestra como un sistema fallido, incapaz de hacer frente a los crímenes y las injusticias, y deja a nuestro protagonista desamparado.    

Solo al final de la novela, en sus últimos momentos de vida, Víctor se libera de la culpa por la muerte de William, Justine, Clerval, y Elizabeth. Cuando el monstruo se entera de la muerte de su creador, siente de golpe un terrible remordimiento. Aunque a él no le ha matado con sus propias manos, no puede evitar culparse, «os maté porque mate a aquellos que vos más queríais». 

Este es, en realidad, el quinto juicio que tiene lugar en la novela, esta vez sin tribunales ni abogados. El juicio entre la Criatura y su Creador. ¿Quién tiene la culpa de todas las terribles muertes? ¿Víctor, por otorgarle la vida al verdugo? ¿O el Monstruo, pese a actuar solo motivado por el rechazo de toda la Humanidad? Estas preguntas puede responderlas de forma distinta cada lector. Sin embargo, es cierto que Víctor muere sin sentirse culpable, y la Criatura sí. 

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