Los Fabelman: El cine en la palma de sus manos.

Tal y como le corresponde a mi joven generación de aspirantes a cineastas, se me llenan tanto los oídos como la boca de comentarios acerca de cómo la ruptura con el clasicismo cinematográfico es lo mejor que le está pasando nuestro venerado Séptimo Arte. Y seguirá irrumpiendo cada vez más, espero. Sin embargo; cuando consigo distanciarme de mi inculcado pensamiento postmoderno -o post-postmoderno más bien-, 'The Fabelmans' de Steven Spielberg es justo la clase de película que tanto tú -cinéfilo anónimo de gusto indeterminado- como yo, queremos ver.

Metáfora poco sútil, pero encantadora.

Son tiempos buenos para la autoficción, o al menos, son tiempos de autoficción. Todos los niños guays de clase lo hacen: Pedro Almodóvar, Alfonso Cuarón, James Gray, Alejandro G. Iñárritu, Charlotte Wells, Kenneth Branagh, Paolo Sorrentino, y ahora Spielberg. Los cineastas de mayor peso historiográfico tienden así puentes con el cine autoreferencial. El cine sobre cine, del cine, por y para el cine. Este poco a poco va tomando predisposición a remar en el sentido contrario a lo académico, y eso ahuyenta a unos cuantos. Spielberg, leal a la corriente más normal y corriente, mantiene un estilo y unas formas que se aseguran de que todo el mundo se sienta en casa, acogido y resguardado. Habla del cine de antaño, con un molde de antaño que, por viejo no queda obsoleto -seamos sinceros; por pereza que nos de a algunos, sigue siendo el favorito de la inmensa mayoría de público, y eso no es tan fácil como suena-. Hasta aquí puedo avanzar en el artículo sin usar la palabra maestría. La tiene. Todos lo sabemos. Su perfección balancea enormemente su falta de innovación, consiguiendo -como quien no quiere la cosa- otra obra cinematográfica universal.

La cinta, como la vida, tiene sus momentos inspiradores, desgarradores, ambiguos, divertidos y surrealistas. Solo que a diferencia de la vida, aquí padecemos todo ese abanico emociones en el equilibrio más deseable. Spielberg no deja que sus traumas se vean excesivamente dramatizados, y su único pecado podría ser tenerse en muy alta estima dentro de su ficción, pero cuenta con tres defensas: primero que es ficción, segundo, que para presumir hay que tener algo de lo que presumir -y él lo tiene-, y tercero; lo más fascinante de la película es ver a su protagonista rodar. Sus ingeniosas intuiciones y valiosos hallazgos cinematográficos a tan temprana edad no hacen nada más que sacarte una sonrisa tras otra.

Una película puede hacerte cambiar el rumbo de tu vida entera. Puedes decidir que quieres ser cineasta pese a que nada parezca una garantía, que quieres el divorcio pese a que creas llevar una vida feliz, o que merece la pena seguir viviendo. Puede salvarte.

Los personajes son ricos, complejos, grises. Admirables y punibles al mismo tiempo -humanos, vaya. Hasta las últimas consecuencias-. No digo que contengan tantas multitudes como Whitman, pero no lo necesitan. Les entiendes con lo mínimo. Se ganan nuestra empatía precisamente por lo familiares que resultan. Sus arquetipos están demasiado bien interpretados -interpelo a Michelle Williams, Paul Dano, Seth Rogen & David Lynch- como para no quererles. Esto crea una dicotomía que señala una posible imperfección: nos acaban importando más los sentimientos de los personajes que rodean al protagonista que los del propio protagonista. Por suerte, se balancea con que el protagonista da lugar a las secuencias de mayor valor cinematográfico, y así evita aburrir durante casi toda la película -hay secciones donde Spielberg tira en exceso de lo que presupongo son acontecimientos reales e importantes para él que le hacen perder el norte. Con tal de no faltar a su verdad, sacrifica oportunidades de deslumbrar-. Esto aporta -consciente o inconscientemente- a lo que realmente me importa de la película.

Al final del día, lo que más pongo en valor es su lado más poético y subjetivo, y eso es que la película entiende y siente la culpa de hacer cine. El debate eterno entre dedicarte a vivir o a captar el momento. El arte del sacrificio y el sacrificio del arte, no solo de un horario estable, sino de muchos buenos momentos, en familia, con amigos o amantes. Momentos en los que tu mente no está donde tiene que estar, o donde ellos están sin ti porque tú tienes que estar donde tu arte te exige -a gritos- que estés. El impulso de sacar la cámara en momentos donde nadie quiere ser grabado, que todos quieren olvidar. Tienes el poder de inmortalizarlo y puedes convertirte en un déspota para tus cercanos por el hecho de ejercerlo. Comprende todas las complejas elecciones, desde lo que decides grabar hasta lo más sentido del montaje -cómo lo que decidimos enseñar o dejar de enseñar nos define a nosotros, a nuestra obra y a la gente que nos rodea, con sus contradicciones, misterios y posibles interpretaciones-. Pero sobre todo comprende lo más importante: no tienes por qué sentirte culpable. El dolor es inevitable, en ti, en otros o en todos al mismo tiempo. No todo egoísmo es malintencionado. ¿Cómo puede ser pecado caminar hacia el horizonte prometido por los latidos de tu corazón?

El cine: ¿Arte concreto o inconcreto? Ojalá no encontrar una respuesta nunca.

Temo estropear el cierre si hablo mucho más. Mi amor por las cartas de amor al cine me lleva a desvariar. Tesis del artículo: ¿Qué más da si no aporta nada nuevo? Es bella sin necesidad de ello. Da igual que por bella no sea una obra maestra. Puedes reencuadrar tu día yendo al cine a verla. Mínimo te va a entretener. Pero si vas, ten cuidado. Nunca se sabe. Quizás cambie tu vida.

"Las películas son sueños que nunca olvidas."

Mi valoración personal: 7/10.

Viva el cine.

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