En El último caballo (Edgar Neville, 1950) el personaje interpretado por Fernando Fernán Gómez, apegado a una vida más sencilla, más tranquila, pretérita, en cualquier caso, se niega a deshacerse de su caballo en un Madrid en el que ya solo hay automóviles. Las cuadras se han derribado para dejar sitio a las furgonetas. Y la tasa del pienso es inasequible para un hombre con sueldo de oficinista. Desaparecidas las 9.000 pesetas que tenía reservadas para su boda, se ve obligado a alimentarlo con flores mustias y a esconderlo por las noches en la clandestinidad. La única alternativa que se le ofrece es venderlo al contratista de caballos de la plaza de toros, en la que, con toda seguridad, encontrará la muerte.
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El último caballo (Edgar Neville, 1950) |
El dibujo de Fernando se vuelve tremendamente revelador, al tiempo que se ve a sí mismo consumido por una sociedad que avanza ―quiera él o no― hacia un cambio de paradigma, innegable e inevitable. Sí este avance que tanto desprecia es para bien o para mal poco importa. El materialismo impone la última palabra, cruel e implacable. La cinta, sin embargo, se presenta en clave cómica. Porque no se puede luchar contra esa “vida moderna”, de la que habla Fernando Fernán Gómez, y aún cuando empatizamos con él y se evidencia como una víctima de la nos compadecemos, su retrato resulta igualmente ridículo.
Me resulta muy complejo, llegados a estas alturas, no extrapolar el mensaje que sugiere este film a nuestro nuevo cambio de paradigma. Mientras Almodóvar fábula con un mundo en el que todos los cines han cerrado y las grandes nuevas majors, que no son tan nuevas y se parecen mucho a las antiguas, se confabulan para convertir esa pesadilla en realidad.
Si bien es cierto que la película de Neville ―tan simpatizante del régimen como cualquier otro― no apoyaba realmente esa moraleja ecologista que muchas veces le hemos atribuido desde nuestra mirada contemporánea, y el final de la cinta se torna en un maniqueísmo insoslayable, su fuerza simbólica sobresale por encima de todo.
Y llevaba yo un tiempo pensando en dedicar un artículo, algo nostálgico quizás, a hablar sobre las grandes cadenas de cines cerrando estos meses, sobre la nueva regulación impuesta por la administración Trump en EEUU, que le devuelve el control de las tres ramas a las grandes productoras y da vía libre a los expolios del streaming... y el avance inmediato que supondrá todo, en definitiva. Pero me asusta que llegue el momento en que defender las salas se vea, aún cuando nuestra razón sea innegable, como un acto de romanticismo, algo rancio, y ridículo. Porque los automóviles son más rápidos, más baratos y mucho más cómodos. Temo, todavía más, que un día nos arrebaten nuestro último caballo en veinticuatro fotogramas.
qué gran verdad!
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