Fui a ver Rifkin's Festival un tanto resignado. La película se había estrenado hacía solo un día, pero todas las reacciones que me habían llegado en esas horas eran francamente desalentadoras. Ninguna demasiado argumentada, tampoco hace falta argumentar nada para destruir una película, normalmente basta con un par de palabras (una, sí practicas habitualmente la síntesis). Así que desconfiando de todo, de la película y de sus críticos, de mí propio criterio incluso, me acerque al único cine al que la legalidad vigente me permite desplazarme. Los cines Zoco en Majadahonda, de los que estoy completamente enamorado y cuya localización, discreta, convertía aquel ritual en algo casi clandestino. Haciendo un esfuerzo ridículo por tratar de pronunciar el título de la película correctamente, logré comprar una entrada, cargado de prejuicios.
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Woody Allen, Wallace Shawn y Elena Anaya |
Lo cierto es que, pese a todo, salí de aquella sala encandilado. La película, antes de reflexionar sobre ella lo más mínimo, me pareció un espectáculo admirable. Esperando algo más similar a A Rainy Day in New York, lo cual no era poco y hubiera valido para mejorar con creces mi sábado, me topé con un film que, sin ninguna pretensión épica, oculta en su interior una obra crepuscular. Woody Allen parecía estar despidiéndose. Sin rótulos monumentales ni flores en el altar. Sabiendo que las despedidas llegan cuando uno no las espera, demasiado pronto y cuando ya es tarde.
Antes de seguir, permitidme, si os parece ―mientras resistís el impulso de cerrar el artículo enfurruñados y empezar a gritar “¡PEDófiLO!” “ViolADor”, o alguna cosa por el estilo, (lo cual os puede suponer un inconveniente si estáis en el metro o cenando con vuestros padres)―, abrir un aparte y tratar de establecer contacto con el elefante en la habitación. No voy a tratar de convencer a nadie, no a estas alturas. Primero, porque resultaría un acto inútil, y probablemente, además, lamentable. Otros, con mucho más talento argumentativo que yo, lo han hecho antes. Y, francamente, de poco ha servido. Y segundo, porque no es este el propósito del artículo en absoluto, y me niego a emplear más de un párrafo al respecto. Me limito a remitir al artículo que escribía hace unos meses Miquel Echarri para El País Semanal. Y me abstengo de proporcionar más juicios de valor a una causa embarrada, en la que sobran las opiniones y falta, gravemente, la información.
Volviendo por la vía de servicio, me resulta muy complejo no interpretar Rifkin's festival como el final del camino que Allen inició hace más de cuarenta años en Annie Hall (1977). De hecho, veo entre las dos muchas asociaciones, salvando las distancias (ineludibles cuando uno compara cualquiera cinta con la que, probablemente, fuera una de las mayores creaciones de S.XX). Sin entrar en detalles, es fácil asimilar el monólogo final de Alvy Singer en el de Mort Rifkin (Wallace Shawn), también al final del film. Mientras que en Annie Hall, Singer descubre que la única manera de que la vida cumpla sus expectativas es a través de la ficción, Rifkin, que también tiene serios problemas para separarla de la realidad y se entrega a continuas ensoñaciones, entiende que, pese a todo, pese a que la vida no siempre es uno quiere, siempre puedes encontrar algo que te ilusione. Después de todo, la vida no tiene sentido, pero no tiene porque estar vacía.
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Fotograma de Annie Hall (1977) |
Cuando uno escribe ficción, de la naturaleza que sea ―desde una película a una novela, pasando por los artículos de opinión del domingo por la mañana―, recurre, inevitablemente, a su propia persona como modelo accidental. Se dice que, a la hora de construir personajes, su autor refleja en ellos: la persona que es, la persona que quiere ser y la persona que no quiere ser. Esta observación, a priori anecdótica, es a veces más sútil y otras ―con la abstracción e imaginación suficientes― supone un campo de estudio mensurable a lo largo de toda una carrera, que puede aportarnos una visión precisa sobre su creador. Es el caso, por ejemplo, de la obra cinematográfica de Woody Allen (Hannah y sus hermanas, 1986).
Más en su coyuntura, en el que a menudo ―sobre todo, al principio de su carrera― es el mismo encargado de firmar el guion, la dirección e interpretar al protagonista, es fácil establecer un vínculo entre sus personajes y su persona. Y, pese a la capa eminentemente cómica que envuelve la mayoría de sus films, sus caracteres son casi siempre patéticos, en el sentido más estricto de la palabra. Compone habitualmente perdedores, maniáticos, engreídos y, finalmente, resignados por un universo que está a menudo en su contra. Hay una enorme carga de autodesprecio que salpica todas sus historias.
En Mort, sin embargo, plasma más bien a un tipo entrañable. Sí, es un pedante. Todos lo somos en cierto modo. Pero su intención nunca fue alejar a la gente de él. Y es muy consciente de los estragos que ha causado. Tanto, que sus sueños le inundan de arrepentimiento. Tal vez no sea lo suficientemente bueno. Tal vez, no esté hecho para escribir una obra maestra. Woody Allen se despide, esperando que su despedida no sea todavía una despedida.
Quiero ver esta.
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